sábado, 19 de noviembre de 2011

Mis doce años ...


Periferia de una gran ciudad, años setenta, una casa, sus seres, una madre y su hijo adolescente,
la vida que pulsa al ritmo tranquilo de un sábado por la mañana,
una habitación, el cuarto del chico, sus paredes, blancas, su mobiliario, marrón y gris, su ventanas, blancas, la puerta, blanca. 
Él, los ojos entrecerrados, contempla, sin verla, la pata de una cama, las comisuras de sus labios se funden con pelos de moqueta,  
la fuerza de su cuerpo en tensión, tumbado boca abajo, como su miembro, sacudido por olas intermitentes de un mar hasta entonces desconocido.
Un toque, discreto, en la puerta, una respuesta que no llega, la puerta que se abre, el joven corazón que acelera. 
Indiferente, la maternal silueta le rodea, aparentemente ajena, cual mudo testigo de un ritual esperado.
Un tiempo que a él se le hace eterno, pocos segundos en la vida real,  
y, a la vez que ella, con silencio cómplice, deshace sus pasos, engullida por blancas paredes,
en el joven ser afloja la tensión, pasmado por la intensidad del momento vivido, cautivado por un juego erótico que anuncia el despertar de otro mundo.

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